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Sonidos  

             Recuerdo aquel viaje. Veníamos de San Guillermo, provincia de Santa Fé , para Morteros, donde vivìamos. Mi papá, mi mamà y yo, un niño aún. El Citroen bramaba, atravesando la noche. A los costados la llanura, la inmensa planicie de los campos , los alambrados, los sembrados. Y sobre nosotros, rodeándonos, siguiéndonos, la tormenta.

El aire entraba denso, abrazador, cargado de ozono, desde los ventilentes delanteros del Citroen amarillo. Yo me acurrucaba en el asiento trasero y miraba, esforzando mis ojos oscuros a través del vidrio. La tierra estaba seca, polvo y hojas giraban aquí y allá, en pequeños remolinos que nacìan gracias al aire electrizado. Los animales, vacas y caballos, parecían tensos, como esperando un descenlace.

Han pasado muchos años pero los recuerdos de esa noche siguen allì. Cierrro los ojos y aparecen, imperturbables.

Nadie habla dentro del auto. Todos miramos hacia delante.  A lo sumo, mi madre se permite un atisbo regulat hacia su flanco derecho, hacia la negrura que esta mas allà de los focos.  Yo los miro, pienso en la tristeza de estar sentados sin nada que decirnos, en lo triste de un futuro así.  Pienso que mañana es lunes y otra vez debo luchar en el colegio, solo, como ellos ahora.

De repente, empieza. Un aire frío desplaza el calor del interior del coche. Las hojas empiezan a volar. El Citroen parece haber recibido una fuerza nueva en sus entrañas, pero no, es el viento del sur que nos empuja por el asfalto ya cordobés. A los costados todo parece haber cambiado. El mundo se mueve a otra velocidad. Los animales se sientan en el pasto. La tormenta ha llegado. El horizonte se cubre de rayos. Caen sobre la pampa, son largas hebras de plata llenas de energía. Uno sigue al otro, el cielo se ilumina como si fuera día. Mis ojos se agrandan siguiendo el espectáculo. Es hermoso, pienso.

Por fin, la lluvia llega. Impiadosamente cae sobre la tierra, sobre el asfalto. El auto, lleno ahora de olor a a tierra mojada, lucha con sus pobres escobillas para desalojar el agua del parabrisas. Pero es una lucha infructuosa y desigual.

Mi padre habla -Así no se puede, voy a tener que parar.

Mi mamá mira para fuera y comenta -Sí, para.

Estacionamos junto a un camino lateral. Mi padre apaga el motor. El silencio, roto solamente por los sonidos de la naturaleza, se hace más agobiante. La mano de mi mama se acerca al botón de derecho de la radio motorola. Una música que mi memoria no ha querido recordar empieza a sonar. 

Un rayo cae en un campo no muy alejado de nosotros. Enceguecido por la luz, alcanzo a atisbar el rostro de mi padre. Tiene la mirada fija en horizonte. Muy despacito, una lágrima cae por su mejilla. Justo antes de que llegue a su labio superior, cierro mis ojos.

  Ricardo Marcos Pautassi

Córdoba, 7 de Agosto de 2000

 

                               

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